COMPARANDO CINE, REALIDAD Y VIOLENCIA
El presente texto enviado por el profesor D´Ascia fue distribuido con ocasión de la presentación de la película "Il Divo", el jueves 30 de mayo, en el ciclo Violencia y Política, dirigido por el Cineclub Sin Fronteras asociado con el Grupo Presidencialismo y participación. Aquí publicamos la primera parte, la segunda aparecerá en la siguiente, y está dedicada a la película "Camorra". Ambas realizaciones del año 2008, no pocas enseñanzas nos ofrecen al tiempo colombiano actual, con quizás algo más que una década de diferencia en su ocurrencia, y con las particularidades que en Italia, Andreotti confrontó el despertar de los grupos y clases subalternas urbanas, y su experiencia extraparlamentaria; mientras que en Colombia, este, en particular, estuvo y está en cabeza de las minorías rurales, agrarias, campesinas, y de minorías étnicas, principalmente. N de la R.
PASOLINI CUARENTA AÑOS
DESPUÉS: LA SOLEDAD DEL “PALACIO” Y LOS “CHICOS DE MALA VIDA” EN EL CINE
POLÍTICO ITALIANO DEL AÑO 2008.
Luca D´Ascia.
Profesor basado en la Escuela Normal Superior de Pisa. Investigador social y cultural.
1. Hace más de cuarenta años Pier Paolo
Pasolini sostuvo desde las columnas del prestigioso periódico Corriere della Sera una de sus
incontables polémicas con el hombre que era por aquel entonces el más poderoso
de Italia: el líder cristiano-demócrata Giulio Andreotti, ya dos veces jefe de
gobierno y que iba a ser elegido en este cargo otras cinco más.
Pasolini acusaba el grupo dirigente del partido
mayoritario, cuyo representante mas destacado era el propio Andreotti, de haber
introducido una nueva técnica de gobierno basada en el chantaje sistemático, en
la manipulación del terrorismo para presionar la oposición y en la alianza
estratégica con banqueros sin escrúpulos, poderes ocultos (como la masonería y
el Vaticano) e incluso con la sutil e inasible mafia siciliana.
Andreotti contestaba resaltando los logros de
su partido en garantizar a los italianos prosperidad, desarrollo y “libertad”
(en el sentido anticomunista), éxitos éstos que justificarían plenamente las
“manos sucias” (en términos de corrupción común y corriente, pero sobre todo de
deslegitimación del sistema político) de los estadistas cristiano-demócratas
que los habían conseguido. Pero, más que de extensas argumentaciones, el culto
y brillante Andreotti era maestro de humor despiadado e irresistible. Su
verdadera respuesta a las patéticas invectivas de Pasolini estriba en el chiste
famoso y mil veces repetido que no tardó en serle atribuido: “El poder desgasta
sólo a quien no lo tiene”.
Desde su sereno y desilusionado pragmatismo de
inmarcesible hombre de gobierno, Andreotti no decía nada distinto al mensaje
“filosófico” que el controvertido director de cine intentaba articular en medio
del infierno pornográfico de Salò:
“El poder es la verdadera anarquía”. Las
vidas paralelas de los dos contrincantes en aquella lejana polémica
periodística, que pertenecían a una misma generación (Andreotti había nacido en
1919, Pasolini en 1922) y que concordaban paradójicamente en lo esencial (la
nulidad de las ideologías, el Poder como solo y tautológico contenido de la
política), no podían ser más diferentes, así como el destino que los esperaba.
Mientras que Pasolini perecía asesinado el 2 de
noviembre del mismo año 1975 en unas circunstancias ambiguas en las que
culminaba aquella vocación al escándalo que había marcado su biografía, en
circunstancias no menos ambiguas Giulio Andreotti, reservado y fríamente
“correcto” en su vida personal, triunfaba en el “palacio” herméticamente
cerrado de la política recibiendo en 1978 el voto favorable del principal
partido de oposición, que todavía se llamaba “comunista”, e iba a ser nombrado
en la primavera de 1992, a sus 72 años, presidente de la república italiana.
Después se produjo un terremoto totalmente
inesperado que pareció arrasar el viejo y eterno “palacio”: Andreotti tuvo que
padecer la humillación de un proceso por asociación mafiosa y de otro por
homicidio encargado, aunque salio absuelto de ambas imputaciones. Su cinismo
fino y algo melancólico, madurado en la escuela sutil de la diplomacia vaticana
cuya sombra dominaba la Italia clerical de los años cincuenta en la cual se
formó, se había vuelto algo obsoleto: demasiado explícito era su desprecio
hacia la “gente” y la distancia incalmable que lo separaba de las masas
soberanas del populismo, que iban a sentirse mucho mejor otorgando su favor a
un comunicador televisivo, a un típico representante de la “sociedad del
espectáculo”, pragmático y extravertido como Silvio Berlusconi.
Hoy en día los acontecimientos de 1992, que
llevaron a la sensacional caída del “dios Julio” (como sonaba el apodo de
Andreotti con obvia referencia a Julio César), están marcados por el matiz
amarillento de las viejas fotografías, archivadas y olvidadas por una
sensibilidad mediática enfocada hacia al presente y que tiende a estrechar cada
vez más el objetivo que encuadra el pasado (bueno, a lo mejor, para la
operación comercial del remake).
Aún más notable resulta, por lo tanto, la
hazaña realizada por la reciente película de Paolo Sorrentino Il divo, justamente premiada al Festival
de Cannes: retomar una historia tan contemporánea y al mismo tiempo tan alejada
de las tendencias políticas actuales para transformarla en una reflexión
universal sobre la naturaleza vacía del Poder, la soledad aterradora de quien
lo ejerce y la victoria final de la tradición católica, con su profundo
pesimismo acerca de la perfectibilidad del ser humano que siempre necesitará
una Iglesia maternal, pragmática y autoritaria para guiarlo, sobre cualquiera
ilusión que sea posible llevar a cabo una política ilustrada, basada en la
responsabilidad individual y en la transparencia democrática.
2. La película de Sorrentino constituye, en
cierto sentido, la revancha póstuma de Pasolini sobre Andreotti, ya que retoma
como hilo conductor la diagnosis enunciada en 1975 por el autor de los Escritos corsarios y de las Cartas luteranas: los años del
ascenso de Andreotti, de 1969 en
adelante, son también los años en que los “poderes ocultos”, tanto financieros
como militares (en particular los servicios especiales del Estado), interfieren
con el desenlace público y democráticamente consensuado de la historia política
italiana, mientras que la afiliación partidista se vuelve criterio principal de
las licitaciones haciendo de la corrupción el motor de la economía y brindando
a la mafia (que controla directa- o indirectamente un gran número de votos) un
canal privilegiado para el lavado de dinero.
El “nuevo poder” cristiano-demócrata, que
gobierna una sociedad profundamente secularizada y pragmática debajo del barniz
católico, no tiene escrúpulos en sacrificar la vida física de sus más
destacados representantes en ara de la perpetuación de la oligarquía en su
conjunto. Sorrentino comparte la polémica tesis, abogada entre otros por el
brillante escritor Leonardo Sciascia, según la cual Aldo Moro, presidente de la
Democracia Cristiana, habría sido abandonado a su destino en las manos de los
terroristas de izquierda (las así dichas Brigadas Rojas), que lo tenían
secuestrado y acabaron por fusilarlo, por miedo a las revelaciones acerca de
las prácticas de gobierno de Andreotti y otros líderes del partido que este
influyente político hubiera podido hacer estando sometido a la presión
psicológica y tal vez a las torturas de sus secuestradores.
De hecho los documentos del proceso al que las
Brigadas Rojas sometieron a Aldo Moro resultaron ser el detonador de una cadena
de asesinatos político-mafiosos, justificados por la necesidad de proteger a
Andreotti y a los grupos financieros en que se apoyaba y que incluían al masón
derechista Lucio Gelli, procesado enseguida por intento de golpe (lo cual no le
impide, a sus 90, de ser invitado de honor en un programa histórico de la
televisión pública italiana): su “logia” secreta “Propaganda 2” contaba entre
sus miembros al actual jefe de gobierno italiano Silvio Berlusconi.
Una historia sombría, en suma, que Sorrentino
reconstruye con minuciosidad incluso excesiva para el espectador no italiano,
que puede acabar confundido por tanta información contradictoria, más compleja
que cualquier novela policíaca: parece que una mano invisible, que para el
Andreotti protagonista de la película Il divo
es la mano de un Dios católico indiferente a la frágil verdad de los hombres,
arranque cada vez de nuevo la página en que el lector atrapado en el enigma iba
a descubrir la misteriosa identidad del asesino.
Sin embargo, el valor estético de Il divo no
está en la precisión de la investigación (aunque ésta sea una condición
imprescindible para el desarrollo de la película), sino en el análisis
psicológico de la condición del protagonista, alegoría del animal político cuya
única razón de vida es el ejercicio del poder para el poder, único gozo el
sentido de superioridad intelectual sobre los seres despreciables cuyo
interesado apoyo necesita a cada rato para afianzarse, única justificación el
abandono a una “voluntad de Dios” exterior y formalista, alejada de cualquier
exigencia ética personal, que se identifica con la complacida aceptación de la
imposibilidad del cambio y de la continuidad de los mecanismos que perpetúan la
ilegalidad y el atraso en un país católico que parece estar fuera de la historia
(“la eternidad”, precisamente, es otro de los apodos del “dios” Giulio
Andreotti).
Sorrentino materializa la psicología de
Andreotti a través del espacio desplazando a su protagonista, rígido como un
muñeco, por las salas álgidas y opresivas de los palacios romanos donde
estrenan su decadencia senil y su inverosímil resurrección el poder civil y su
padrino eclesiástico, hermanados los dos por el mismo ritualismo lento y
seguro, alejados del tumulto de fuera por un cordón invisible y muy firme. Esta
percepción de lentitud asociada con los grandes espacios, resaltada por citas
musicales barrocas y románticas, produce un efecto sutil y casi surrealista de
deformación de la realidad, como si se estuviera negando el tiempo que, en
algún lugar invisible fuera del palacio, no deja de correr.
La vida, helada en las caras inexpresivas, poco
más que máscaras grotescas, de Andreotti y de sus criados políticos, no logra
manifestarse sino como destrucción incontrolada. Un montaje rápido, agresivo, y
el obsesivo martilleo de la música electrónica invaden el silencio fúnebre del
poder intemporal llevando consigo la violencia de las bombas y de las
ejecuciones mafiosas: la cara brutal que se esconde detrás de la frialdad y de
la distinción del poder de Andreotti, impasible aún en medio de la orgía de
frivolidad y hedonismo corrupto que caracterizó los años ochenta.
El contraste entre lo antiguo y marchitado (los
escenarios aristocráticos y barrocos en que se mueve Andreotti) y lo
brutalmente contemporáneo (la realidad de un país desgarrado por el terrorismo
y la mafia y que carece dolorosamente de una idea de futuro) se traduce en el
plano cinematográfico en la ambigüedad de una película que oscila entre la
abstracción alegórica (digamos a la manera de Sokurov) y la fragmentación
expresiva de un reportaje convulso. Esta heterogeneidad estilística, sin
embargo, no perjudica la película ya que de ofrecer respuestas unívocas a la
crisis italiana se trata en la intención de Sorrentino, sino de dar vueltas
alrededor de una Esfinge.
Andreotti, como Pasolini, es “una fuerza del
pasado”, un hombre que tiene raíces antiguas y que, precisamente por saberse
arraigado en la tradición católica de gobierno pastoral de las almas con todos
los recursos a disposición, no vacila en servirse de las más modernas técnicas
de manipulación económico-política y en pactar con otro poder antiguo,
fundamentado como el suyo en el pesimismo antropológico, en el desprecio para
la ilusión weberiana de que exista un poder del Estado como Estado, de la norma
como norma, de la justicia como justicia y en la convicción de que todo poder
real es poder personal, protección y al mismo tiempo opresión ejercida por los
verdaderos hombres sobre la masa de los “quaquaraquá” (aquellos que hablan como
gansos).
La mafia siciliana, espléndidamente descrita
por Leonardo Sciascia en Il giorno della
civetta, sacada a luz por el juez-mártir Giovanni Falcone, cuyo asesinato
en 1992 sacudió la opinión pública y quitó a Andreotti la presidencia de la
república que ya tenía por asegurada, protegida largo rato y por fin
paradójicamente combatida por el “dios Giulio” en su último gobierno, es la
verdadera protagonista de la película de Sorrentino. No se trata de la mafia
espectacularizada de las películas americanas, sino de una institución antigua,
que prospera en la sombra del poder tradicional en lugar de desafiarlo, que
apuesta al “orden” aún cuando chantajea con el “desorden”.
(Primera
parte)
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