sábado, 1 de junio de 2013


COMPARANDO  CINE, REALIDAD Y VIOLENCIA

 El presente texto enviado por el profesor D´Ascia fue distribuido con ocasión de la presentación de la película "Il Divo", el jueves 30 de mayo, en el ciclo Violencia y Política, dirigido por el Cineclub Sin Fronteras asociado con el Grupo Presidencialismo y participación. Aquí publicamos la primera parte, la segunda aparecerá en la siguiente, y está dedicada a la película "Camorra". Ambas realizaciones del año 2008, no pocas enseñanzas nos ofrecen al tiempo colombiano actual, con quizás algo más que una década de diferencia en su ocurrencia, y con las particularidades que en Italia, Andreotti confrontó el despertar de los grupos y clases subalternas urbanas, y su experiencia extraparlamentaria; mientras que en Colombia, este, en particular, estuvo y está en cabeza de las minorías rurales, agrarias, campesinas, y de minorías étnicas, principalmente. N de la R.


PASOLINI CUARENTA AÑOS DESPUÉS: LA SOLEDAD DEL “PALACIO” Y LOS “CHICOS DE MALA VIDA” EN EL CINE POLÍTICO ITALIANO DEL AÑO 2008.


Luca D´Ascia.
Profesor basado en la Escuela Normal Superior de Pisa. Investigador social y cultural. 

1. Hace más de cuarenta años Pier Paolo Pasolini sostuvo desde las columnas del prestigioso periódico Corriere della Sera una de sus incontables polémicas con el hombre que era por aquel entonces el más poderoso de Italia: el líder cristiano-demócrata Giulio Andreotti, ya dos veces jefe de gobierno y que iba a ser elegido en este cargo otras cinco más.

Pasolini acusaba el grupo dirigente del partido mayoritario, cuyo representante mas destacado era el propio Andreotti, de haber introducido una nueva técnica de gobierno basada en el chantaje sistemático, en la manipulación del terrorismo para presionar la oposición y en la alianza estratégica con banqueros sin escrúpulos, poderes ocultos (como la masonería y el Vaticano) e incluso con la sutil e inasible mafia siciliana.

Andreotti contestaba resaltando los logros de su partido en garantizar a los italianos prosperidad, desarrollo y “libertad” (en el sentido anticomunista), éxitos éstos que justificarían plenamente las “manos sucias” (en términos de corrupción común y corriente, pero sobre todo de deslegitimación del sistema político) de los estadistas cristiano-demócratas que los habían conseguido. Pero, más que de extensas argumentaciones, el culto y brillante Andreotti era maestro de humor despiadado e irresistible. Su verdadera respuesta a las patéticas invectivas de Pasolini estriba en el chiste famoso y mil veces repetido que no tardó en serle atribuido: “El poder desgasta sólo a quien no lo tiene”.

Desde su sereno y desilusionado pragmatismo de inmarcesible hombre de gobierno, Andreotti no decía nada distinto al mensaje “filosófico” que el controvertido director de cine intentaba articular en medio del infierno pornográfico de Salò: “El poder es la verdadera anarquía”.  Las vidas paralelas de los dos contrincantes en aquella lejana polémica periodística, que pertenecían a una misma generación (Andreotti había nacido en 1919, Pasolini en 1922) y que concordaban paradójicamente en lo esencial (la nulidad de las ideologías, el Poder como solo y tautológico contenido de la política), no podían ser más diferentes, así como el destino que los esperaba.

Mientras que Pasolini perecía asesinado el 2 de noviembre del mismo año 1975 en unas circunstancias ambiguas en las que culminaba aquella vocación al escándalo que había marcado su biografía, en circunstancias no menos ambiguas Giulio Andreotti, reservado y fríamente “correcto” en su vida personal, triunfaba en el “palacio” herméticamente cerrado de la política recibiendo en 1978 el voto favorable del principal partido de oposición, que todavía se llamaba “comunista”, e iba a ser nombrado en la primavera de 1992, a sus 72 años, presidente de la república italiana.

Después se produjo un terremoto totalmente inesperado que pareció arrasar el viejo y eterno “palacio”: Andreotti tuvo que padecer la humillación de un proceso por asociación mafiosa y de otro por homicidio encargado, aunque salio absuelto de ambas imputaciones. Su cinismo fino y algo melancólico, madurado en la escuela sutil de la diplomacia vaticana cuya sombra dominaba la Italia clerical de los años cincuenta en la cual se formó, se había vuelto algo obsoleto: demasiado explícito era su desprecio hacia la “gente” y la distancia incalmable que lo separaba de las masas soberanas del populismo, que iban a sentirse mucho mejor otorgando su favor a un comunicador televisivo, a un típico representante de la “sociedad del espectáculo”, pragmático y extravertido como Silvio Berlusconi.

Hoy en día los acontecimientos de 1992, que llevaron a la sensacional caída del “dios Julio” (como sonaba el apodo de Andreotti con obvia referencia a Julio César), están marcados por el matiz amarillento de las viejas fotografías, archivadas y olvidadas por una sensibilidad mediática enfocada hacia al presente y que tiende a estrechar cada vez más el objetivo que encuadra el pasado (bueno, a lo mejor, para la operación comercial del remake).

Aún más notable resulta, por lo tanto, la hazaña realizada por la reciente película de Paolo Sorrentino Il divo, justamente premiada al Festival de Cannes: retomar una historia tan contemporánea y al mismo tiempo tan alejada de las tendencias políticas actuales para transformarla en una reflexión universal sobre la naturaleza vacía del Poder, la soledad aterradora de quien lo ejerce y la victoria final de la tradición católica, con su profundo pesimismo acerca de la perfectibilidad del ser humano que siempre necesitará una Iglesia maternal, pragmática y autoritaria para guiarlo, sobre cualquiera ilusión que sea posible llevar a cabo una política ilustrada, basada en la responsabilidad individual y en la transparencia democrática.

2. La película de Sorrentino constituye, en cierto sentido, la revancha póstuma de Pasolini sobre Andreotti, ya que retoma como hilo conductor la diagnosis enunciada en 1975 por el autor de los Escritos corsarios y de las Cartas luteranas: los años del ascenso  de Andreotti, de 1969 en adelante, son también los años en que los “poderes ocultos”, tanto financieros como militares (en particular los servicios especiales del Estado), interfieren con el desenlace público y democráticamente consensuado de la historia política italiana, mientras que la afiliación partidista se vuelve criterio principal de las licitaciones haciendo de la corrupción el motor de la economía y brindando a la mafia (que controla directa- o indirectamente un gran número de votos) un canal privilegiado para el lavado de dinero.

El “nuevo poder” cristiano-demócrata, que gobierna una sociedad profundamente secularizada y pragmática debajo del barniz católico, no tiene escrúpulos en sacrificar la vida física de sus más destacados representantes en ara de la perpetuación de la oligarquía en su conjunto. Sorrentino comparte la polémica tesis, abogada entre otros por el brillante escritor Leonardo Sciascia, según la cual Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, habría sido abandonado a su destino en las manos de los terroristas de izquierda (las así dichas Brigadas Rojas), que lo tenían secuestrado y acabaron por fusilarlo, por miedo a las revelaciones acerca de las prácticas de gobierno de Andreotti y otros líderes del partido que este influyente político hubiera podido hacer estando sometido a la presión psicológica y tal vez a las torturas de sus secuestradores.

De hecho los documentos del proceso al que las Brigadas Rojas sometieron a Aldo Moro resultaron ser el detonador de una cadena de asesinatos político-mafiosos, justificados por la necesidad de proteger a Andreotti y a los grupos financieros en que se apoyaba y que incluían al masón derechista Lucio Gelli, procesado enseguida por intento de golpe (lo cual no le impide, a sus 90, de ser invitado de honor en un programa histórico de la televisión pública italiana): su “logia” secreta “Propaganda 2” contaba entre sus miembros al actual jefe de gobierno italiano Silvio Berlusconi.

Una historia sombría, en suma, que Sorrentino reconstruye con minuciosidad incluso excesiva para el espectador no italiano, que puede acabar confundido por tanta información contradictoria, más compleja que cualquier novela policíaca: parece que una mano invisible, que para el Andreotti protagonista de la película Il divo es la mano de un Dios católico indiferente a la frágil verdad de los hombres, arranque cada vez de nuevo la página en que el lector atrapado en el enigma iba a descubrir la misteriosa identidad del asesino.

Sin embargo, el valor estético de Il divo no está en la precisión de la investigación (aunque ésta sea una condición imprescindible para el desarrollo de la película), sino en el análisis psicológico de la condición del protagonista, alegoría del animal político cuya única razón de vida es el ejercicio del poder para el poder, único gozo el sentido de superioridad intelectual sobre los seres despreciables cuyo interesado apoyo necesita a cada rato para afianzarse, única justificación el abandono a una “voluntad de Dios” exterior y formalista, alejada de cualquier exigencia ética personal, que se identifica con la complacida aceptación de la imposibilidad del cambio y de la continuidad de los mecanismos que perpetúan la ilegalidad y el atraso en un país católico que parece estar fuera de la historia (“la eternidad”, precisamente, es otro de los apodos del “dios” Giulio Andreotti).

Sorrentino materializa la psicología de Andreotti a través del espacio desplazando a su protagonista, rígido como un muñeco, por las salas álgidas y opresivas de los palacios romanos donde estrenan su decadencia senil y su inverosímil resurrección el poder civil y su padrino eclesiástico, hermanados los dos por el mismo ritualismo lento y seguro, alejados del tumulto de fuera por un cordón invisible y muy firme. Esta percepción de lentitud asociada con los grandes espacios, resaltada por citas musicales barrocas y románticas, produce un efecto sutil y casi surrealista de deformación de la realidad, como si se estuviera negando el tiempo que, en algún lugar invisible fuera del palacio, no deja de correr.

La vida, helada en las caras inexpresivas, poco más que máscaras grotescas, de Andreotti y de sus criados políticos, no logra manifestarse sino como destrucción incontrolada. Un montaje rápido, agresivo, y el obsesivo martilleo de la música electrónica invaden el silencio fúnebre del poder intemporal llevando consigo la violencia de las bombas y de las ejecuciones mafiosas: la cara brutal que se esconde detrás de la frialdad y de la distinción del poder de Andreotti, impasible aún en medio de la orgía de frivolidad y hedonismo corrupto que caracterizó los años ochenta.

El contraste entre lo antiguo y marchitado (los escenarios aristocráticos y barrocos en que se mueve Andreotti) y lo brutalmente contemporáneo (la realidad de un país desgarrado por el terrorismo y la mafia y que carece dolorosamente de una idea de futuro) se traduce en el plano cinematográfico en la ambigüedad de una película que oscila entre la abstracción alegórica (digamos a la manera de Sokurov) y la fragmentación expresiva de un reportaje convulso. Esta heterogeneidad estilística, sin embargo, no perjudica la película ya que de ofrecer respuestas unívocas a la crisis italiana se trata en la intención de Sorrentino, sino de dar vueltas alrededor de una Esfinge.

Andreotti, como Pasolini, es “una fuerza del pasado”, un hombre que tiene raíces antiguas y que, precisamente por saberse arraigado en la tradición católica de gobierno pastoral de las almas con todos los recursos a disposición, no vacila en servirse de las más modernas técnicas de manipulación económico-política y en pactar con otro poder antiguo, fundamentado como el suyo en el pesimismo antropológico, en el desprecio para la ilusión weberiana de que exista un poder del Estado como Estado, de la norma como norma, de la justicia como justicia y en la convicción de que todo poder real es poder personal, protección y al mismo tiempo opresión ejercida por los verdaderos hombres sobre la masa de los “quaquaraquá” (aquellos que hablan como gansos).

La mafia siciliana, espléndidamente descrita por Leonardo Sciascia en Il giorno della civetta, sacada a luz por el juez-mártir Giovanni Falcone, cuyo asesinato en 1992 sacudió la opinión pública y quitó a Andreotti la presidencia de la república que ya tenía por asegurada, protegida largo rato y por fin paradójicamente combatida por el “dios Giulio” en su último gobierno, es la verdadera protagonista de la película de Sorrentino. No se trata de la mafia espectacularizada de las películas americanas, sino de una institución antigua, que prospera en la sombra del poder tradicional en lugar de desafiarlo, que apuesta al “orden” aún cuando chantajea con el “desorden”.
                         

(Primera parte)


Lea y participa los escritos del blog: plataformaabiertaparalapaz

No hay comentarios:

Publicar un comentario