miércoles, 25 de septiembre de 2019


NOTAS PRELIMINARES AL DISCURSO DEL COLEGA LEOPOLDO MÚNERA

Miguel angel herrera zgaib



En el campo de las distinciones académicas se han hecho reconocimientos a los profesores Múnera y Puyo, de nuestra facultad durante esta semana. Leopoldo al recibir la distinción Gerardo Molina respondió con el discurso que enseguida reproducimos.



En principio, de su dicho, que tiene tintes de memoria viva, hay aspectos para, igualmente, destacar en la reflexión académica y política, a la que queremos invitar como corresponde a una universidad viva, puesta en la difícil transición entre la guerra y la paz. De lo cual hay alguna huella en la intervención del profesor Múnera, cuando habla de Camilo el capellán y el guerrillero.



De otra parte, se recuerda la importancia de dos patricios de la historia del siglo XX, y uno del XIX. En particular, Molina y su referencia a la mujer colombiana, y a su presencia en la Universidad pública y la Nacional en particular, recordando a la primera egresada durante la rectoría de Molina, y, de paso, que tan inflexibles se han mantenido las cifras de la inclusión después. Claro está, también, que hay silencio sobre la condición de las minorías.



Se menciona también a Rafael Uribe, y a una suerte de senado profesoral propuesto por él, que tenga el atributo de elegir rector@. Lo cual no sucede aún entre nosotros.



Tampoco hubo comentario alguno sobre la breve y traumática experiencia del cogobierno en la Nacional, que por lo menos sobrevive, dicen, en la U. de Nariño.



Del siglo XIX, la mención es a Manuel Ancízar, quien renunció en 1870, cuando el radicalismo quiso imponerle su credo a la nación, en tanto que Manuel, según la cita que se trajo a colación reclamaba pasión por la ciencia, y uno intuiría, tolerancia por las restantes ideologías, incluido en primer lugar, el credo católico, antes hegemónico en la precaria sociedad civil de aquel entonces.



En materia de presente, el significado de la Universidad Nacional está desafiado por el capitalismo cognitivo, que añado yo, representa el 40 % del PIB de China, y el 60% de los EUA, inmersos en una cada vez más enconada disputa comercial que estruja al mundo. No se trata, ni mucho menos, de disecar al cóndor casi extinto.



¿Dónde nos ubicamos nosotros?



Gerardo Molina y el significado de la Universidad Nacional de Colombia.



Señora Rectora, Dolly Montoya Castaño
Señoras y señores miembros del Consejo Superior y del Consejo Académico
Profesoras, profesores y estudiantes
Invitadas e invitados.



Conocí el campus de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, de la mano de mi padre, aquí presente. Durante el segundo semestre de 1961 y el primero de 1962 lo acompañé a dictar clases en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Durante la década siguiente volví muchas veces, generalmente a su lado.



De estos años, de los comentarios sutiles y lúcidos de mi madre, y de las conversaciones en la casa donde vivía parte de mi familia ampliada, guardo tres recuerdos especiales con respecto a esta institución y a la comunidad académica que la conforma.



Según mi viejo, la Nacional era la universidad de nosotros, de todos nosotros, sin excepción. Gracias a una beca, él, oriundo de Cartagena, había podido graduarse como abogado; pero muchos más candidatos, que también tenían derecho a la educación, no habían podido ingresar a sus aulas, ni a las de otra institución. Era imperativo ampliar el nosotros que la constituía. En la plaza central, que después sería la Plaza Ché, me señalaron a lo lejos al capellán de la Universidad, quien dialogaba animado con unos estudiantes.



Después, un tío materno, me contó que el padre Camilo Torres había librado una lucha incesante contra la inequidad en la sociedad colombiana y en la Universidad Nacional, pero que debido a su respaldo a la huelga estudiantil de 1962, el Cardenal Luis Concha Córdoba le había ordenado renunciar a la capellanía y a la Facultad de Sociología. La muerte de Camilo en la guerrilla causó una profunda tristeza en mi casa, como en muchos hogares colombianos, pues representó el sinsentido de la violencia interna.



Dice Juan Manuel Roca, en el poema “Una generación”, que “de tanto agitar banderas se fueron volviendo harapos”, pues “nos tocó aprender a nadar en un naufragio”. La tercera remembranza es mucho más infantil, nunca entendí por qué en la entrada de la universidad había un cóndor, símbolo de lo que éramos como pueblo y cultura, triste, solo y encerrado en una jaula.



En 1982, veinte años después, como si evocara de manera primaveral la novela otoñal de Dumas, fui contratado como docente ocasional de la especialización en Instituciones
Jurídico Políticas y Derecho Público, dirigida por Humberto Mora Osejo.



Me había graduado en jurisprudencia en el Colegio Mayor del Rosario, que casi un siglo atrás había sido incorporado a la Universidad Nacional de Colombia, entre 1885 y 1889, en un intento de Rafael Núñez por controlar a esta última, y había estudiado una maestría en filosofía jurídica y moral, en la Universidad de Roma, la Sapienza, aunque mi intención inicial había sido la de seguir los pasos de Gaitán en el derecho penal.



Para el Maestro Molina, la tarea que los profesores jóvenes teníamos por delante exigía que asumiéramos desde la universidad los retos que nos imponía la superación de las desigualdades en el país. En los textos de Gerardo Molina sobre la universidad empecé a darle forma académica, ética y política a mis recuerdos de infancia y adolescencia. La mayoría de estos escritos conservan una gran actualidad para la educación superior pública colombiana.



En 1937, Molina sostenía que era necesario rechazar el concepto tradicional de la Universidad orientada simplemente a “satisfacer los anhelos egoístas de perfección intelectual” que tenían algunas personas, “para las cuales la alta cultura es apenas un ornato, o la manera de hacerse a grandes entradas o piedra inconmovible en que descansa el edificio de la injusticia económica”1.



Parecía anticipar la voracidad de algunos académicos para los cuales la universidad es, principalmente, una fuente de enriquecimiento, o de otros, que de acuerdo con su análisis de 1961, estaban destinados a formar una “elite soberbia, improductiva y completamente alejada de las preocupaciones públicas” 2.



Por eso, manifestaría en 1985, al indagar sobre la correspondencia entre el esfuerzo presupuestal público para mantener un sistema de profesores de tiempo completo y el trabajo de los docentes e investigadores, que le preocupaba que muchos se limitaran al “cumplimiento mecánico de sus funciones”, de tal manera que la institución quedara reducida al simple nivel del “profesionalismo”, sin que hubiera un salto cualitativo de la ciencia y de la cultura por el impulso que viene de la cátedra”3.



En el mismo sentido cuestionaba la que denominaba “la concepción arcaica de las élites” académicas que “quieren trabajar sólo con los jóvenes excepcionalmente dotados, sin ver que las necesidades públicas aconsejan ampliar la población de las aulas” y que no es el “estudiante óptimo el que debe dar la ley sino el estudiante medio.”4.



Esta concepción antielitista de Gerardo Molina, le dio forma al nosotros de la Universidad Nacional, el cual no puede estar restringido al pequeño grupo de la comunidad académica, sino que debe comprender al conjunto de la sociedad colombiana, especialmente a quienes en ella requieren de una educación superior de calidad.



Para Molina, el carácter público de la Universidad Nacional consistía en permitir que la sociedad colombiana se pensara a sí misma para profundizar la democracia, más allá de su dimensión formal, e intentar reducir las desigualdades desde el campo de la educación superior y de la educación en general. Para merecer su nombre, nos decía en 1946, “la Universidad debe estar ligada a la vida del país y a sus preocupaciones” 5.



En consecuencia, no debe responder solo a la “expectativa de los alumnos que ingresan a ella”, sino volcarse “sobre la nacionalidad… para corresponder al esfuerzo silencioso de las gentes que hacen
viable su funcionamiento” 6. Para él, las reformas universitarias deberían ir de la mano de
las reformas sociales 7.



Esta idea de que la universidad solo puede pensarse a sí misma, si al mismo tiempo piensa el país del que hace parte, constituye un llamado para que la comunidad universitaria reflexione permanentemente sobre su quehacer, muy similar al que hacía Camilo Torres cuando en 1962 sostenía que era “bastante sintomático que los problemas de la Universidad Nacional no sean considerados por la sociedad, por las
directivas, los profesores y aún los mismos estudiantes, sino en los momentos de crisis”, lo cual puede “demostrar que no hay un interés continuado por lograr una Universidad que
verdaderamente merezca el nombre de tal”8 .



El vínculo indisoluble entre la universidad pública y la sociedad, con la mediación del Estado, que tiene la obligación de financiarla para que cumpla a cabalidad su misión social, llevó a Molina sostener la tesis de la autonomía relativa, la cual tenía una referencia histórica en la refundación de la Universidad Nacional de Colombia, cuando Manuel Ancízar renunció por primera vez en 1870 a la rectoría, porque al tenor de su carta, sus copartidarios pretendían “imponerle textos de enseñanza que realicen una intención política, prescindiendo de los resultados científicos; lo que significa que, de ahora en adelante, la Universidad no será duradera por su inofensiva bondad intrínseca, sino tan efímera como el imperio de ciertas ideas extremas, a cuyo servicio no prometí consagrarme cuando acepté el rectorado con miras i esperanzas infinitamente más elevadas”9 .



No obstante, la autonomía relativa defendida por Molina implicaba la necesidad de nacionalizar todas las universidades públicas para evitar las inmensas diferencias regionales que vemos hoy en día y federalizarlas dentro de una sistema real que permitiera compartir las actividades y los recursos y evitar la duplicación de los esfuerzos institucionales10.



Para Molina las sedes de la Universidad Nacional de Colombia deberían ser ejes públicos de articulación de la educación superior, incluyendo la técnica y la tecnológica, como en el caso de la formación de los maestros de obra o los expertos en telecomunicaciones 11.



Frente a las élites académicas, demócratas en los discursos abstractos y en los artículos de opinión, pero autoritarias en sus prácticas cotidianas, Gerardo Molina defendía la idea planteada por Uribe Uribe en 1909 de crear en la Universidad Nacional una “república de los profesores”, quienes debían constituir una asamblea para elegir al Rector, declarar la vacancia de este cargo y decidir sobre las cuestiones graves que afectaran a la institución; mientras “los profesores de cada facultad, a su turno, elaboraban la terna de la que el Rector escogía al Decano y designaban la casi totalidad de los miembros del Consejo”12.



Además, Molina le agregaba la participación activa de los estudiantes y los egresados 13, pues los consideraba, en primer lugar, ciudadanos e individuos de su pueblo y su tiempo, que deberían ser formados desde jóvenes en la práctica de la democracia 14.



De acuerdo con su concepción, la comunidad universitaria de la Nacional no podía hacer caso omiso de la política, ni tampoco adoptar posiciones unilaterales y partidistas; dentro de un espíritu pluralista que comprendía los estudios proscritos en forma totalmente equivocada como inútiles, al lado de las denominadas ciencias duras y las naturales 15, estaba llamada a “plantear dentro de los claustros todos los tópicos de interés ciudadano, en un tono científico, a fin de orientar la opinión”16.



Particularmente en un país en donde, independientemente de la intención de los actores, la violencia sigue sirviendo, sin que encontremos sus límites éticos, para la acumulación original iterada del capital, como un instrumento de diferentes actores políticos, dentro de la ambivalencia de los órdenes
sociales y políticos: locales, nacionales y globales.



La agudeza del pensamiento del Maestro Gerardo Molina quedó clara cuando en 1990, al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, afirmó con certeza que entre 1935 y 1948 “se hizo una de las pocas revoluciones de este siglo, al abrir las puertas de la universidad a la mujer. Hasta entonces regía en todas ellas el principio implantado por Fray Cristóbal de Torres al fundar el Colegio del Rosario en la colonia: queda prohibido que las mujeres pisen estos claustros”17.



No obstante, se trata de una revolución inacabada. En 1939, las mujeres conformaban solo el 6.7% de los estudiantes de la Universidad Nacional, eran 307 frente 4.663 hombres 18. Este porcentaje había subido al 35.10 % cuando habló Molina 19; sin embargo, posteriormente hemos avanzado muy poco con respecto al potencial de la población colombiana 20. En 2017 llegamos a un 36.89% de participación femenina en el total de las matrículas (19.978 mujeres en relación con 34.002 hombres) 21. Entre los docentes de planta la proporción era de 29% de mujeres y 71% de hombres 22.



Este estancamiento reproduce un ambiente académico fundamentalmente masculinizado que genera los problemas de violencia sexual y de género vividos en todas las universidades del país. Quizás llegó el momento de completar la tarea de los reformadores de los años 30 del siglo pasado y pasar a una política agresiva de acciones afirmativas claras, tanto en lo relacionado con la matrícula estudiantil, como con la vinculación de profesores de planta.






Tuve el honor de participar en la Rectoría del profesor Víctor Manuel Moncayo y de trabajar en un Consejo de Sede donde la mayoría de las decanas y la representante de los institutos interfacultades eran mujeres. Consuelo Corredor, Beatriz García, Luz Teresa Gómez de Mantilla, Lola Cubillos, Luz Amanda Salazar, Carmen Alicia Cardozo, Dolly Montoya, Nohora Martínez o Irene Esguerra eran un testimonio claro de la revolución proclamada por Gerardo Molina.



Más cerca, en la Vicerrectoría de la Sede, las profesoras María Teresa Reguero, Martha Orozco, Emira Garcés, Martha Nubia Bello y Flor Romero, lo mismo que colaboradoras directas como Carol Villamil y Bertha Cecilia Andrade me ayudaron a percibir y entender una universidad que no conocía bien.



Pero fueron especialmente Blanca Cecilia Nieva y Consuelo Gómez, desde la Secretaría de la Sede y la Secretaría General respectivamente, quienes me enseñaron lo que significa cuidar una institución como la Universidad Nacional con inteligencia, sensibilidad y firmeza. También el significado preciso de la revolución proclamada por Gerardo Molina, que no consiste solo en el ingreso de las mujeres a la educación superior, sino en transformar las relaciones internas para que todas y todos podamos sentir que pertenecemos plenamente a una comunidad que nos garantiza el reconocimiento de las diferencias no jerarquizadas.



Pero todavía en mi memoria el cóndor está triste, solo y encerrado en una jaula. Molina tenía un temor particular frente al colonialismo cultural, hasta el punto de afirmar que “hoy como en los tiempos de Bacon, saber es poder con el aditamento que tienen más valor los conocimientos adquiridos en el interior de cada sociedad que los traídos de fuera” 23.



En un mundo donde el conocimiento está cada vez más integrado al universo de las cosas y las mercancías y donde nos hemos convertido en simples operadores de las máquinas físicas, virtuales y sociales, en virtud del capitalismo cognitivo, el llamado al pensamiento crítico y propio es urgente.



El productivismo académico, representado en la cuantificación delirante de lo que escribimos, publicamos y hacemos nos está haciendo perder la calma que necesitamos para pensar y evitar refundirnos en el mar de informaciones falsas y verosímiles que circulan por las redes.



La transmisión de conocimientos ha dejado de tener sentido, si alguna vez lo tuvo, y los estudiantes requieren con urgencia que los orientemos críticamente en sus procesos de autoaprendizaje, dentro de un universo comunicativo donde las brújulas se han refundido.



Estamos invitados a ser más lazarillos intelectuales, personas que acompañan a otras en la búsqueda de su camino, aunque el término pueda ofender nuestra autoestima, que académicos iluminados por nuestros estatutos de verdad.



El sentido crítico debe servir para guiar la comprensión y transformación de la sociedad y de la relación social con la naturaleza, en diálogo permanente con los saberes no académicos, como bien lo comprendieron Fals Borda y Luis Eduardo Mora Osejo en sus dos manifiestos por la ciencia colombiana de 200124 y 2004. 25. No debemos embalsamar al cóndor para exhibirlo en un museo, sino dejarlo volar por nuestra imaginación y nuestro intelecto.



El profesor Víctor Manuel Moncayo afirmó en uno de sus escritos que “lo que hoy representa y significa la Universidad Nacional de Colombia no ha sido la obra de gobiernos ni de rectores, ni de persona alguna en particular, sino una construcción colectiva de la sociedad colombiana y de quienes, desde distintas inserciones y en diferentes momentos, hemos integrado la comunidad que ella congrega y que la constituye”26.



Hoy, en nombre de Mirian, mi compañera, Gabriela, mi hija, y en el mío propio, les agradezco por permitirnos gozar y sufrir, con pasiones tristes y alegres, ese ser colectivo que es la Universidad Nacional de Colombia.



Leopoldo Múnera Ruiz
Bogotá, 19 de septiembre de 2019.



1. Gerardo Molina, “La nueva Universidad (1937)”. En: Gerardo Molina y la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2001, pp. 91-95 (p. 92).



23. Gerardo Molina, “La Universidad Nacional de Colombia. Hoy y mañana (1985)”, Op. Cit., p. 182.



24. LuisEduardo Mora Osejo y Orlando Fals Borda, “Manifiesto por la autoestima de la ciencia colombiana”. En: Revista de la Academia Colombiana de Ciencias, Vol. XXV, Nº 94, 2001, pp. 137-142.



25. LuisEduardo Mora Osejo y Orlando Fals Borda, « La superación del Eurocentrismo ». En: Polis 7 [En línea], 2004, consultado el 13 de mayo de 2016. URL : http://polis.revues.org/6210.



26. Víctor Manuel Moncayo, Universidad Nacional de Colombia. Espacio crítico. Reflexiones acerca de una gestión rectoral.Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2005, p. 91.


miércoles, 18 de septiembre de 2019

EL OTRO BICENTENARIO
SONÓ LA HORA DE NONA. LA PAZ SUBALTERNA Y LA DEMOCRACIA FRENTE A LAS ELECCIONES.

MIguel Angel Herrera Zgaib, Ph.D.
Director del Grupo Presidencialismo y Participación
Presidente de la IGS-Colombia.

Frente a lo que pasa en el posconflicto colombiano conviene releer un escrito de Julien Freund, "La esencia de lo político", porque nos ayuda a pensar este delirio de violencia reaccionaria que no cesa, sino que se agudiza. La paz, aquí y en cualquier parte, sólo es posible si se reconoce al enemigo, entre otras, porque éste no fue derrotado, sometido.

Desde antes de la firma de El Colón, planteamos en el Grupo Presidencialismo y Participación que en Colombia se proponían cuatro modalidades de paz: neoliberal, la de Juampa; reaccionaria, la de Dom Uribe; subalterna, la de la guerrilla subalterna, con sus dos alas más caracterizadas, las Farc-Ep y el Eln; y la democrática, que tiene a los movimientos sociales, y a las corrientes democráticas como sus principales propulsoras.

Meses después, Boaventura mencionó en su conferencia de la Nacho, dos de los cuatro modelos. En la paz neoliberal hay un aparente reconocimiento del enemigo, pero de carácter juridicista, con la pretensión de reducir la política a las formalidades del derecho, con la abierta disposición de cooptar al enemigo, y transformarlo. La reaccionaria le añade al anterior la disposición de liquidarlo, dondequiera que sea posible. Esta última es la que está a la cabeza del poder ejecutivo, y tiene una doble cabeza, Duque en la presidencia, y Uribe tratando de mangonear el poder legislativo.

La rama judicial del poder público no es del control total del proyecto reaccionario, es la trinchera que le queda a la paz neoliberal, que se pondrá a prueba con la indagatoria al cerebrito del régimen parapresidencial que se resiste a morir. Ver al respecto nuestro libro colectivo, El 28 de mayo y el presidencialismo de excepción en Colombia.

Menuda tarea la que le queda a la izquierda, el progresismo, las fuerzas democráticas para avanzar de la moribunda paz neoliberal a la paz subalterna que requiere, ni más ni menos, darle forma al sujeto político plural, a un partido movimiento que los proyectos existentes se rehúsan a crear. Siguen sin entender el proceso de revolución democrática que se expresa en la que llamamos democracia subalterna, cuando faltan pocos días para una nueva prueba.

La sociedad civil colombiana requiere entender la autonomía de la política, y en términos de Freund, entender el objetivo, la esencia de lo político, esto es, la protección, no la seguridad hobbesiana, en la que coinciden, cada uno a su manera, Juampa y Dom Uribe. Del uso discrecional de la excepcionalidad para ahogar, liquidar lo excepcional, la potencia constituyente de los subalternos que luchan por la autonomía en la penúltima ola democrática, que arranca con la rebelión heroica del maestro Moncayo, levantado contra las estupideces de la guerra entre hermanos, exigiendo fraternidad, una de las tres divisas de la revolución burguesa en su fase liberal.

Es tiempo de ganar las elecciones locales y regionales, desmontar la pararepública que parasita más de 500 municipios de Colombia. Allí están las trincheras y casamatas del régimen para-presidencial, y de la paz reaccionaria. Las grandes ciudades, con Bogotá a la cabeza son el foco de resistencia subalterna que tiene que pasar a la ofensiva en términos electorales.

La Colombia Humana tiene que dar ejemplo de democracia, llamando a su congreso de constitución si quiere ser un verdadero partido democrático, e invitar a la Alianza Verde, y a otros agrupamientos partidistas y movimientos sociales que se sumen a esta constitución, para que vivan la prueba de fuego, esto es, la dirección de la sociedad civil que vuelve a ser chantajeada con el terror, y el miedo de la excepcionalidad de hecho y de derecho. A desplegar la fuerza constituyente de lo excepcional que es la nuez de lo político para garantizar la protección del ejercicio democrático negado casi sin excepción desde la creación de la república en 1819.