lunes, 4 de febrero de 2019

El rumbo prolongado de la crisis orgánica colombiana, 1998-2010.

“El narco cambió por completo la estructura de valores de la sociedad y trae aparejada la corrupción.” Juan Carlos Henao, rector del Externado, ET, 9/12/2018, p. 1.2.

                                              Ahora bien, la crisis de larga duración todavía no se resuelve corrido más de medio siglo, curada por procesos parciales de “revolución pasiva” que impactan mediante la cooptación, el transformismo y el exterminio de los liderazgos subalternos. Estrategia que se viene implementando desde los años 90 del siglo pasado para acá, y con mayor intensidad bajo la degeneración democrática del orden político establecido en 1991. Es la solución definitiva que primero empieza a ensayarse en el departamento bandera, Antioquia, gobernado por Álvaro Uribe Vélez, práctica  piloto de gobernabilidad para-política.

Este proceso de crisis democrático pluralista, a fines de los años 90 se tradujo en la crisis generalizada de legitimidad del orden político que enfrentó al gobierno de turno con los dictados del hegemón continental estadounidense, que descertificó a Colombia dirigida por Ernesto Samper, bajo la dirección del demócrata Bill Clinton, y la secretaria de estado, Madeleine Albright, durante los años 1996 y 1997.

El bloque de poder, a la par, enfrentaba dos fuerzas subalternas disruptoras de signo diferente: la insurgencia subalterna guerrillera, que ganaba potencia ofensiva conforme obtenía recursos financieros y organizaba la resistencia rural; y la otra, el reformismo económico salvaje del narcotráfico, el cultivo sangriento de la hoja de coca, una contra-reforma en vez de la reforma agraria siempre aplazada, negada y combatida que venía produciendo ruina y desarraigo a millones de campesinos desde los tiempos de la Violencia bipartidista.

El trazo contradictorio después de la explosión de la crisis de representación en abril de 1948, prolongada después como crisis de legitimidad del gobierno político bipartidista, animada por el antagonismo social que trató de ocultarse detrás de una guerra irregular con teatro de operaciones en el campo, ganó momento después de 1994, cuando empieza a perfilarse la forma política de la degeneración de-democratizadora, esto es, la corrupción política de la clase política regional y su cacicazgo nacional, administrado por Julio César Turbay, cultor de la corrupción en sus justas proporciones.

Estas son las bases para el régimen parapresidencial, la degeneración del neopresidencialismo que había cubierto la ola democratizante, 1991-1998. El neopresidencialismo tuvo una apoyatura legitimadora en la participación ciudadana de la tercería política, que casi triunfa en la asamblea constituyente, que constituyó la coalición electoral pluralista, Alianza democrática/ M19, hasta convertirla en componente de un episodio de la revolución pasiva con que arranca la de-democratización del nuevo régimen.

A cambio, por esta paz parcial en lo político, se aceptó la apertura neoliberal de la economía impuesta por la administración de César Gaviria, presidente ungido por el hijo mayor del inmolado Luis Carlos Galán, sujeto de antemano a la milimetría oficialista del clientelismo turbayista.

El tránsito de lo excepcional subalterno a la excepcionalidad Para- presidencial.
                              
        En lugar del neopresidencialismo democratizante estrenado en 1991 se impuso en Colombia el presidencialismo de excepción a partir de 1998. A pesar de la prohibición expresa de los regímenes de estado de sitio, impronta nacional desde la Ley de Caballos hasta el Frente Nacional de la fenecida Constitución de 1886.

Así vuelve Colombia al estado de excepción, en el marco de la Constitución de 1991, se instaura, sin prisa pero sin pausa, el régimen para-presidencial, una vez que fracasan de modo sucesivo las negociaciones de paz con la guerrilla insurgente de las Farc-ep, en su penúltima etapa, en la cresta de la recesión económica, siendo presidente Andrés Pastrana, cuando éste ordena el despeje del Caguán que abarcaba 5 municipios del Meta, en un término perentorio de 48 horas, el 20 de febrero de 2002.

Él es el padrino, con su ministro de defensa, Rodrigo Lloreda, de una criatura política contrahecha, antidemocrática engendro de-democratizador del doble uso de la excepción de hecho y de derecho: el régimen político parapresidencial que ampliará, perfeccionará y consolidará su sucesor, Álvaro Uribe Vélez, para librar la guerra que liquide la fuerza narco-terrorista de las Farc-ep.

Él pilotó el modelo de “terror blanco y guerra subterránea”, ensayado con su secretario de gobierno Pedro Juan Moreno, durante la gobernación de Antioquia. Ambos revivieron las autodefensas del segundo gobierno del Frente Nacional, que presidía Guillermo León Valencia. La nueva versión paramilitar, reaccionaria y represiva, obtuvo la mampara inicial de las asociaciones de seguridad privada “Convivir.” Este modelo lo prohijó desde el poder ejecutivo el binomio Samper Botero, enlodados ya con la financiación de la campaña por los dineros del narcotráfico suministrados por el cartel de los hermanos Rodríguez Orejuela.

¿Por qué este viraje reaccionario? 

Para impedir, contener la presencia perturbadora de lo excepcional democrático, encarnado en la fuerza constituyente y destituyente de la multitud ciudadana. Esta singulariza la interrumpida revolución democrática colombiana que reclaman e impulsan los subalternos, insurgentes y sociales.

Ellos confluyen en la constitución del incipiente bloque de la paz neoliberal, aunque los subalternos confluyen en una tendencia sostenida con altibajos, en ámbitos rurales y urbanos desde que se abre la crisis orgánica del orden capitalista dependiente que no sutura ningún estado de compromiso que incluya a millones de pobres, desplazados y excluidos del orden oligárquico.

Así las cosas, primero fue posible un triunfo parcial de la negociación de paz, encabezada por el M-19, la insurgencia subalterna urbana que selló su proyecto popular armado con el desastre militar y político de la toma del palacio de justicia, en demanda de un diálogo nacional y democracia de parte del gobierno de Belisario Betancur.

Con las Farc-Ep vino un segundo, diferente recorrido, separado, igualmente tortuoso, luego que el secretariado fuera bombardeado de improviso, sin éxito en Casa Verde; en simultánea con la elección de delegados para la asamblea constituyente. Este episodio de guerra secreta señaló un proceso de abierta confrontación armada de la insurgencia con el gobierno presidido por César Gaviria.

La nueva paz con la insurgencia subalterna de base campesina fue firmada a regañadientes, por la fracción dominante del bloque en el poder, garantizada por la movilización nacional y popular; a contravía de la fracción reaccionaria del bloque en el poder, liderada por Álvaro Uribe y el Centro Democrático, que la quieren hacer trizas desde que ganó por poquísimo margen el plebiscito convocado por Santos.

Esta paz de factura neoliberal, como lo fue la celebrada por la guerrilla del M-19, y otros grupos de menor influencia, proscriben cualquier reforma del modelo económico y social establecido en 1991. Fue forjada en dos tiempos, entre La Habana y Bogotá, cuando padeció la escaramuza de un plebiscito mal planteado y peor dirigido.

 El vocero ideológico, el gobierno Santos, se identifica como “centro radical”, y su legado quiere ser aplastada a toda costa por la tenaza que junta en su proyecto reaccionario en lo político, neoliberal en lo económico, a grandes terratenientes con capital financiero dedicado a la agricultura a gran escala, la minería y las energías no renovables.

El conductor político es el joven abogado, y funcionario del BID, Iván Duque, que encubre su reaccionarismo político con el embrujo aparente de la economía naranja, que en lo inmediato se ha traducido ya en la doma de la libertad de prensa y el pluralismo mediático que haga posible, y atractivo la neocolonización del capital transnacional dedicada al entretenimiento y el comercio del big data, con migajas de consolación para los emprendimientos de los millenials.

Esta es una estrategia “in progress”, ensayada con fracaso relativo en la radio y la televisión pública, con el episodio denunciado por Santiago Rivas, libretista defenestrado de RTVC que condujo a la salida de Juan Pablo Bieri, de una parte; a la vez resistida en la sociedad civil por incidentes contra los periodistas Daniel Coronell, María Jimena Duzán, y en fecha más reciente, contra Vicky Dávila, acusada  falsamente de recibir pagos del excandidato, y líder de la oposición, Gustavo Petro.

(Continua)

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