martes, 23 de agosto de 2011

DOS DÉCADAS DE UNA CONSTITUCIÓN SITIADA POR TODOS LOS LADOS.

Oscar Mejía Quintana


La Constitución del 91 ya forma parte de nuestros mitos fundacionales. Una revisión rigurosa demuestra que ha vivido sitiada por enemigos a la derecha y a la izquierda, y paradójicamente por el propio pueblo que debía redimir. Un contrato social híbrido y parcial que sirvió para aclimatar los excesos del Estado de Opinión, que sigue siendo altamente vulnerable y que frustró las expectativas utópicas que le infundieron vida.


Modernidad y reacción

Además de sus obvias implicaciones jurídicas, la Carta del 91 configuró en Colombia un proyecto social-democrático de modernidad política, pluralista y tolerante, que ha debido enfrentarse a la cultura jurídico-política formalista y súbdito–parroquial derivada de la Constitución de 1886.

Las debilidades políticas y las tensiones internas de la nueva constitución, abrieron paradójicamente una salida a un sector de las élites colombianas de talante excluyente y conservadurista: gracias a la distinción amigo-enemigo ambientada internacionalmente, se consolidó una modalidad de democracia constitucional autoritaria, sustentada en un Estado de opinión que convalidaba el apoyo plebiscitario al líder, y que junto al embate de la guerrilla y frente a la tímida defensa constitucional de la izquierda legal, terminaron sitiando a la Constitución del 91 por todos lados y durante los últimos años alcanzaron a poner en suspenso el alcance pleno de la propia democracia liberal y del Estado de Derecho en Colombia.

Olimpo Radical y Regeneración

Quisiera tomar como base de esta reconstrucción la tipología de los mitos que recoge Miguel Angel Urrego en una panorámica de su construcción simbólica en el contexto latinoamericano, e identificar los más caracterizados para Colombia en particular [1].

La Regeneración es ciertamente el mito dominante en la historia colombiana del último siglo, que confronta al primer mito con pretensión nacional, el del Olimpo Radical, el primer proyecto de modernización, si no de modernidad, en Colombia, cuyos atributos principales fueron:

  • Establecimiento de una sociedad laica.
  • Amplias libertades individuales y políticas.
  • Extensión de la ciudadanía hasta la universalización.
  • Inclusión del Pueblo en la Nación.
  • Ideario de modernización económica y política.
  • Separación de la Iglesia y el Estado.
  • Progreso económico bajo el modelo moderno europeo-norteamericano.
  • Federalismo como forma de estructurar el Estado.
  • Impulso a la cultura y a la educación.

Estos rasgos muestran la ambición del proyecto radical. Aparejado a este catálogo de aspiraciones, encontramos en realidad un modelo de democracia restringida, como la que siempre ha caracterizado al país, pero de carácter incluyente, en términos simbólicos.

Frente a este mito con pretensiones (por lo menos) de modernidad, el mito de la Regeneración establece la contraparte. Se pone de manifiesto lo que Leopoldo Zea veía como el conflicto, que caracteriza todo el siglo XIX en Latinoamérica, entre el proyecto conservador y el proyecto civilizador, que en otras latitudes logró triunfar o conciliar, pero que en Colombia definió uno de sus rasgos identitarios más representativos: el tradicionalismo, el conservatismo, el autoritarismo.

Como bien lo puntualiza Urrego, la Regeneración entroniza símbolos como el himno nacional y valores como el catolicismo y la hispanización como ideal nacional, que hasta hoy se reivindican:

  • la “patria”, el Sagrado Corazón, la etitización católica de las virtudes, expresión de una sociedad feudal e intolerante,
  • la negación absoluta de las doctrinas liberales y socialistas, frente a las que se impone al derrotar al liberalismo radical,
  • la simbolización del sentimiento nacional (el escudo, el himno, los íconos religiosos),
  • la intolerancia religiosa y política y
  • el respice polum (mirar al Norte, a Estados Unidos) en política exterior como expresión de sometimiento incondicional por parte de las élites y, por extensión, del país al Imperio
    • la entrega de Panamá,
    • la Guerra de Corea donde Colombia fue el único país latinoamericano participante,
    • la “traición” a la solidaridad latinoamericana cuando es el único país que no apoya a Argentina en la guerra de las Malvinas,
    • la incondicionalidad vergonzosa y vergonzante en política exterior a los Estados Unidos, incluyendo la larga agonía del TLC.

El mito de la Constitución

Colombia –un país que en tiempos de la Colonia fue algo más que una capitanía por razones administrativas, pues solo al final transita al Virreinato– con la Constitución del 91 logra vislumbrar los horizontes de modernidad que durante 100 años le había birlado la Constitución del 86.

Por segunda vez en su historia, después de la Constitución del 63 y quizás las reformas liberales del 1936 y de 1945, el país se asoma tímidamente a una modernidad política que le había sido esquiva [2].

En este discurrir histórico surge naturalmente el mito de la Constitución del 91, que a todas luces aspira a fundar un proyecto de modernidad integral en Colombia, con un Estado social de derecho como instrumento de paz y de reconciliación, cuyos ejes estructuradores fueron:

  • La consagración de derechos fundamentales, económicos, sociales y culturales.
  • La concepción de mecanismos de garantía y defensa de tales derechos.
  • La concreción de instituciones propias de un sistema político incluyente, donde las minorías de todo tipo tuvieran plenas posibilidades de respeto y autonomía,
  • la definición de una democracia participativa que haría posibles las aspiraciones conflictivas represadas desde un siglo atrás,
  • la cimentación de un Estado social y democrático de derecho, que le diera mediaciones concretas a toda esta nueva arquitectura político-institucional

Esta fue la profunda huella que la Constitución del 91 intentó imprimir en nuestra identidad política [3].

Más allá de sus implicaciones jurídicas, la Constitución del 91 representó, no solo un proyecto, sino un mito de Estado-nación democrático, frente al mito conservador, rural y autoritario que venía de la Constitución del 86. Un país que nunca había logrado consolidar un mito democrático de identidad nacional finalmente intentaba arraigarlo a través de su nueva Constitución.

Constitucionalización del engaño

Pese al significado histórico y simbólico de la Constitución del 91, es necesario recordar que ella no cumplió la principal expectativa para la que fue convocada: el logro de la paz y la garantía de la vida.

Más allá de sus aciertos en la defensa de derechos fundamentales, tampoco logró concretar otra de sus grandes aspiraciones: la de una auténtica democracia participativa.

La Constitución no logró echar las bases para una verdadera reconciliación nacional –la paz– ni para el respeto a los derechos mínimos, como podía ser el respeto a la vida. Este fue su gran fracaso y su gran debilidad, pues dejó abierta la posibilidad de un nuevo proceso constituyente.

La Constitución del 91 fue un pacto que nació estructuralmente débil, tanto en términos del contractualismo más ortodoxo (como decir el hobbesiano), para el cual la paz es el principio básico del orden social, como del liberalismo clásico que pretende la participación popular mayoritaria.

Débil, incluso porque el día mismo en que se elige la Asamblea constituyente, el 9 de diciembre de 1990, se desata la ofensiva contra Casa Verde, que había sido el símbolo de los diálogos de paz durante más de diez años, hecho que signó el origen de la Carta como un pacto de guerra tanto como un pacto de paz.

Hay que reconocer que el Constituyente del 91 falló estruendosamente: perdimos una oportunidad histórica para resimbolizar, para remitologizar nuestra identidad nacional y, desde esa recreación, consolidar ese patriotismo constitucional que nunca hemos podido concretar [4].

Y eso hace que lentamente la Constitución de 1991 sea percibida como la constitucionalización del engaño, por haber prometido ideales irrealizables y no haber bajado a la realidad.

Leviathan desatado: seguridad sin democracia

Durante el gobierno de Andrés Pastrana se intentó un proceso de paz con las FARC. El país esperaba que el conflicto de 40 años pudiera finalizar, no solo por voluntad del gobierno sino por los mecanismos democráticos que había concebido la Constitución del 91.

Para muchos, esa Constitución era el marco perfecto para la paz: el Estado social de derecho definía una especie de “revolución institucional”; para juristas y politólogos optimistas, incluso encarnaba la opción emancipatoria que le permitiría a la guerrilla asimilarse sin problema al sistema [5].

Las FARC, en un error histórico del que muy seguramente no se recuperarán jamás, quisieron aprovechar la situación –de manera desleal no solo con el gobierno sino con la Nación– no para concretar la paz, sino para profundizar la guerra. El proceso se rompe ante el cinismo de continuar los secuestros, los asesinatos y los ataques indiscriminados.

Y en el ánimo del país se produce una reacción, no solo contra las FARC y la guerrilla en general, sino contra el espíritu democrático de la Constitución del 91. Una reacción ciega cuya primera expresión será el triunfo de Álvaro Uribe en las elecciones del 2002: más que la persona en sí, era la guerra total contra la guerrilla que la población autorizaba ante la impotencia de una Constitución que en 12 años no había logrado superar el conflicto.

Se castiga en dos sentidos a los protagonistas del proceso del Caguán [6]:

  • De una parte, los candidatos cercanos al proceso pierden las elecciones frente a un aspirante cuestionado, no solo por sus políticas como gobernador de Antioquia sino por sus mismos vínculos oscuros, tanto con el paramilitarismo como con el narcotráfico.
  • De otra, la esperanza frustrada de la paz y el cansancio ante una guerrilla prepotente y torpe se convierten en un odio social no solo contra ésta, sino contra la izquierda democrática en general, que la población canaliza mediante la política de seguridad democrática de Uribe.

Sufrimos entonces un proceso análogo al del Leviathan de Hobbes: abjuramos de la libertad, incluso de la democracia, para acabar con el flagelo de la guerrilla, por seguridad. Los diques democráticos estallan y Uribe cataliza ese sentimiento a través de una política de mano dura y poco corazón, que en 8 años permitió recuperar para el Estado colombiano el espacio no solo territorial sino político perdido frente a la guerrilla durante lustros.

A las grandes mayorías que se reclamaban uribistas poco les importan el Estado de derecho, las garantías constitucionales, los procedimientos jurídicos, las instituciones democráticas, los frenos y contrapesos concebidos por la Constitución del 91, el ordenamiento legal, nacional o internacional.

En su sentimiento de rabia contra la guerrilla solo atinan a apoyar al líder en su guerra frontal contra aquellos, sin límites ni cortapisas de ninguna índole: ni jurídicas, ni políticas, ni morales.

No solo la guerrilla es vista como enemiga: la intelectualidad, las “elites bogotanas”, defensoras pese a todo de la institucionalidad, la comunidad LGBT, las mujeres y sus aspiraciones de equidad, las formas de vida diferentes, las subculturas urbanas nacientes, todo el que no se sometiera a los estándares del ethos dominante del líder, sus métodos, su retórica, era considerado un enemigo y como tal denunciado y, en no pocos casos, asesinado por los tentáculos invisibles de un régimen que, como diría Boaventura de Sousa Santos, eran la expresión del “fascismo social” imperante en Colombia [7].

La Patria uribista

Sin duda, el punto culminante del sitio a la Constitución del 91 fue la segunda administración de Uribe:

  • de una parte, los golpes implacables a las FARC, que el país saluda sin recatos;
  • de otra parte la exacerbación de un patrioterismo cifrado en símbolos de guerra, machismo y desprecio a la legalidad nacional o internacional.

En este marco se consolida una noción de PATRIA, en mayúsculas y con énfasis, en un arranque sentimental por una identidad que el colombiano no ha logrado definir desde un mito-nación homogéneo y consistente [8].

Patria” como sinónimo de intransigencia política, con sesgos más que antidemocráticos, en cuanto se escuda en una “democracia electoral de mayorías” y en unas mayorías legislativas no importa que en una buena proporción estuvieran sub judice, sesgos totalitarios en el sentido de discriminar y estigmatizar toda crítica, de justificar toda ilegalidad por parte del gobierno de esas mayorías, de bendecir toda práctica autocrática y nepotista, así sea inética.

Esta “patria del corazón” a la que publicitariamente, además, ya se le ha patentado el mote de “Colombia es pasión”, porque por supuesto también es un negocio, que se enraíza en sentimientos más que en razones, atravesada por un sesgo ideológico-político más autoritario que democrático en la medida que rescata sin escrúpulos posturas “mayoritarias” que nos respetan diferencias ni disidencias ni oposiciones minoritarias legítimas.

Ese “patriotismo de mano en pecho” se justifica mediante la noción artificial de “Estado de opinión”, siempre amorfa y asistemática, pero reiterativa [9]. Como bien lo puntualizó Uribe ante la historia: “Colombia está en la fase superior del Estado de Derecho, que es el Estado de opinión. Aquí las leyes no las determina el presidente de turno. Difícilmente las mayorías del Congreso. Todas son sometidas a un riguroso escrutinio popular, y finalmente a un riguroso escrutinio constitucional” [10].

Un acelerado proceso de desinstitucionalización permite al uribismo capturar la gran mayoría de organismos de control, desequilibrando la capacidad de frenos y contrapesos que la Constitución del 91 había concebido.

Los partidos políticos se convierten en apéndices o enemigos del ejecutivo: en ambos casos se pierde la posibilidad de un control efectivo, ya interno de gobierno, ya externo de oposición, que deja a la sociedad sin mediaciones frente a un autoritarismo feroz, que incluso captura a los medios de comunicación de impacto y circulación nacional [11]–salvo a escasos columnistas y contadas revistas y periódicos nacionales- y a la mayoría de alcance regional.

También desde la izquierda

Pero la Constitución no fue sitiada solo desde la derecha:

  • La guerrilla nunca logró transitar a una cultura política tolerante, participativa, crítica, proactiva. Se quedó en los mismos esquemas súbdito-parroquiales de sus adversarios: la distinción amigo-enemigo fue también la suya. Presos del marxismo estalinista, jamás pudo superar el autoritarismo esencialista de la ortodoxia, despreciando la democracia y la constitución por burguesas y capitalistas.
  • Igual pecado cometieron los sectores hegemónicos de la izquierda legal, tanto el prosoviético como el maoísta. Ninguno logró deslindar fronteras con una guerrilla que transitó a la delincuencia y el terrorismo, que le cerró la posibilidad de ser alternativa política, como se la ha cerrado la misma derecha.

Esa izquierda nunca asumió la defensa de la Constitución como un proyecto propio: solo la vio como un instrumento coyuntural en momentos de peligro autoritario, sin adueñarse de su ideario socialdemócrata, por los torpes resabios de su ideario estalinista [12].

Sitiada desde abajo

Cien años de Constitución del 86 hicieron que Colombia acabara siendo más pueblo que ciudadanía. El puntal de esa cultura súbdito-parroquial que apoyó (y sigue apoyando) a Uribe, se encuentra paradójicamente en los estratos populares.

El esclavo vota por las cadenas y la mentalidad tradicional-carismática se inclina espontáneamente ante el líder, por encima –o por debajo– de esa legitimidad legal secular-racional, que nunca logramos consolidar.

El sitio a la Constitución ha venido también del pueblo mismo que no entiende de Estado de derecho ni de debido proceso, que prefiere la fuerza a la razón, el atajo al consenso, la inmediatez de la solución violenta a la construcción paciente de la alternativa concertada.

Sitio, además, con contadas excepciones, convalidado por unos medios de comunicación amedrentados, haciendo eco de los “cantos de sirena” de la Presidencia para desviar la atención de la ciudadanía sobre hechos evidentes de corrupción, ausencia de ética en el manejo de lo público e incluso ilegalidad, como hoy en día va quedando en evidencia.

Conclusiones

A veinte años de promulgada, la Constitución del 91 todavía está sitiada. De su corta y conflictiva existencia se derivan algunas conclusiones:

  • Primero, que su pretensión original de ampliar el pacto restringido de la Constitución de 1886 –un pacto nuevamente reducido por el plebiscito de 1957 que dio origen al Frente Nacional– se revela hoy como el producto de un contrato parcial que debe ser extendido [13] a sujetos colectivos que quedaron por fuera del pacto del 91 [14].
  • Segundo, que más allá de las fortalezas que no pueden ser desconocidas [15], como la creación de una nueva institucionalidad enmarcada en el Estado social de derecho y en la democracia participativa, además de instituciones autónomas e independientes que intentan garantizar los frenos y contrapesos que le den soporte a una plena democracia constitucional, es necesario concebir mecanismos que no permitan volver a vivir los excesos autoritarios que la asediaron durante el gobierno de Álvaro Uribe.
  • Tercero, sin duda la principal debilidad de la Constitución del 91 ha sido que nunca fue refrendada democráticamente y que, por tanto, sigue siendo un proceso no cerrado [16]. Una Constitución Política tiene que ser ratificada por el pueblo para darle la legitimidad definitiva que le confiera a las instituciones que ha creado y la estabilidad que la sociedad requiere y le reclama.

De ahí se infiere, como lo plantea Habermas, la necesidad de concebir el texto constitucional como un proceso falible, abierto, en construcción [17].

Un proceso que al tener que ser refrendado popularmente, le impone el reto a la ciudadanía de mantenerlo abierto, haciendo de la Constitución un pacto, no solo por la paz y la reconciliación, sino hoy, después del embate autoritario que casi la acaba, un consenso por la Constitución misma, la democracia y la institucionalidad [18].

1 comentario:

  1. El colega e investigador Oscar Mejía con el título escogido y el desarrollo que da a su reflexión, de un orden constitucional sitiado por todos los lados, remite a preguntarnos quiénes le dieron existencia a tal orden? Los mismos que lo sitian? Sería una contradicción en lo fundamental.

    Luego pareciera ser que son los intelectuales o dirigentes de diversa procedencia son los que le dieron existencia e identidad al nuevo orden, separados de los restantes sujetos que se invocan como sus detractores o desinteresados testigos de su crisis.

    De otra parte, aunque no se asuma explícitamente, este orden del 91 es uno democrático liberal, en el mejor de los casos, el gobierno de elites, una poliarquía. Porque, además, tiene un "pecado" de origen, que no fue nunca esta constitución objeto de refrendo, como sí lo fue por ejemplo la constitución actual de Venezuela.

    Por último, la reflexión hecha en clave de cultura política destaca que Colombia sigue sin acceder a la modernidad, y más bien fortalece sus rasgos premodernos, apuntalados desde la izquierda y la derecha, y desde abajo bajo la forma del pueblo, un sujeto abstracto, una voluntad general que desdice, desconfía de la voluntad de todos.

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