NOTAS PRELIMINARES AL DISCURSO DEL
COLEGA LEOPOLDO MÚNERA
Miguel angel herrera zgaib
En el campo de las distinciones
académicas se han hecho reconocimientos a los profesores Múnera y Puyo, de
nuestra facultad durante esta semana. Leopoldo al recibir la distinción Gerardo
Molina respondió con el discurso que enseguida reproducimos.
En principio, de su dicho, que tiene
tintes de memoria viva, hay aspectos para, igualmente, destacar en la reflexión
académica y política, a la que queremos invitar como corresponde a una
universidad viva, puesta en la difícil transición entre la guerra y la paz. De
lo cual hay alguna huella en la intervención del profesor Múnera, cuando habla
de Camilo el capellán y el guerrillero.
De otra parte, se recuerda la
importancia de dos patricios de la historia del siglo XX, y uno del XIX. En
particular, Molina y su referencia a la mujer colombiana, y a su presencia en
la Universidad pública y la Nacional en particular, recordando a la primera
egresada durante la rectoría de Molina, y, de paso, que tan inflexibles se han
mantenido las cifras de la inclusión después. Claro está, también, que hay
silencio sobre la condición de las minorías.
Se menciona también a Rafael Uribe, y
a una suerte de senado profesoral propuesto por él, que tenga el atributo de
elegir rector@. Lo cual no sucede aún entre nosotros.
Tampoco hubo comentario alguno sobre
la breve y traumática experiencia del cogobierno en la Nacional, que por lo
menos sobrevive, dicen, en la U. de Nariño.
Del siglo XIX, la mención es a Manuel
Ancízar, quien renunció en 1870, cuando el radicalismo quiso imponerle su credo
a la nación, en tanto que Manuel, según la cita que se trajo a colación
reclamaba pasión por la ciencia, y uno intuiría, tolerancia por las restantes
ideologías, incluido en primer lugar, el credo católico, antes hegemónico en la
precaria sociedad civil de aquel entonces.
En materia de presente, el
significado de la Universidad Nacional está desafiado por el capitalismo
cognitivo, que añado yo, representa el 40 % del PIB de China, y el 60% de los
EUA, inmersos en una cada vez más enconada disputa comercial que estruja al
mundo. No se trata, ni mucho menos, de disecar al cóndor casi extinto.
¿Dónde nos ubicamos nosotros?
Gerardo Molina y el significado de la
Universidad Nacional de Colombia.
Señora Rectora, Dolly Montoya Castaño
Señoras y señores miembros del
Consejo Superior y del Consejo Académico
Profesoras, profesores y estudiantes
Invitadas e invitados.
Conocí el campus de la Universidad
Nacional de Colombia, en Bogotá, de la mano de mi padre, aquí presente. Durante
el segundo semestre de 1961 y el primero de 1962 lo acompañé a dictar clases en
la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Durante la década
siguiente volví muchas veces, generalmente a su lado.
De estos años, de los comentarios
sutiles y lúcidos de mi madre, y de las conversaciones en la casa donde vivía
parte de mi familia ampliada, guardo tres recuerdos especiales con respecto a
esta institución y a la comunidad académica que la conforma.
Según mi viejo, la Nacional era la
universidad de nosotros, de todos nosotros, sin excepción. Gracias a una beca,
él, oriundo de Cartagena, había podido graduarse como abogado; pero muchos más
candidatos, que también tenían derecho a la educación, no habían podido
ingresar a sus aulas, ni a las de otra institución. Era imperativo ampliar el
nosotros que la constituía. En la plaza central, que después sería la Plaza
Ché, me señalaron a lo lejos al capellán de la Universidad, quien dialogaba
animado con unos estudiantes.
Después, un tío materno, me contó que
el padre Camilo Torres había librado una lucha incesante contra la inequidad en
la sociedad colombiana y en la Universidad Nacional, pero que debido a su
respaldo a la huelga estudiantil de 1962, el Cardenal Luis Concha Córdoba le
había ordenado renunciar a la capellanía y a la Facultad de Sociología. La
muerte de Camilo en la guerrilla causó una profunda tristeza en mi casa, como
en muchos hogares colombianos, pues representó el sinsentido de la violencia
interna.
Dice Juan Manuel Roca, en el poema
“Una generación”, que “de tanto agitar banderas se fueron volviendo harapos”,
pues “nos tocó aprender a nadar en un naufragio”. La tercera remembranza es
mucho más infantil, nunca entendí por qué en la entrada de la universidad había
un cóndor, símbolo de lo que éramos como pueblo y cultura, triste, solo y
encerrado en una jaula.
En 1982, veinte años después, como si
evocara de manera primaveral la novela otoñal de Dumas, fui contratado como
docente ocasional de la especialización en Instituciones
Jurídico Políticas y Derecho Público,
dirigida por Humberto Mora Osejo.
Me había graduado en jurisprudencia
en el Colegio Mayor del Rosario, que casi un siglo atrás había sido incorporado
a la Universidad Nacional de Colombia, entre 1885 y 1889, en un intento de
Rafael Núñez por controlar a esta última, y había estudiado una maestría en
filosofía jurídica y moral, en la Universidad de Roma, la Sapienza, aunque mi
intención inicial había sido la de seguir los pasos de Gaitán en el derecho
penal.
Para el Maestro Molina, la tarea que
los profesores jóvenes teníamos por delante exigía que asumiéramos desde la
universidad los retos que nos imponía la superación de las desigualdades en el
país. En los textos de Gerardo Molina sobre la universidad empecé a darle forma
académica, ética y política a mis recuerdos de infancia y adolescencia. La
mayoría de estos escritos conservan una gran actualidad para la educación
superior pública colombiana.
En 1937, Molina sostenía que era
necesario rechazar el concepto tradicional de la Universidad orientada
simplemente a “satisfacer los anhelos egoístas de perfección intelectual” que
tenían algunas personas, “para las cuales la alta cultura es apenas un ornato,
o la manera de hacerse a grandes entradas o piedra inconmovible en que descansa
el edificio de la injusticia económica”1.
Parecía anticipar la voracidad de
algunos académicos para los cuales la universidad es, principalmente, una
fuente de enriquecimiento, o de otros, que de acuerdo con su análisis de 1961,
estaban destinados a formar una “elite soberbia, improductiva y completamente
alejada de las preocupaciones públicas” 2.
Por eso, manifestaría en 1985, al
indagar sobre la correspondencia entre el esfuerzo presupuestal público para
mantener un sistema de profesores de tiempo completo y el trabajo de los
docentes e investigadores, que le preocupaba que muchos se limitaran al
“cumplimiento mecánico de sus funciones”, de tal manera que la institución
quedara reducida al simple nivel del “profesionalismo”, sin que hubiera un
salto cualitativo de la ciencia y de la cultura por el impulso que viene de la
cátedra”3.
En el mismo sentido cuestionaba la
que denominaba “la concepción arcaica de las élites” académicas que “quieren
trabajar sólo con los jóvenes excepcionalmente dotados, sin ver que las
necesidades públicas aconsejan ampliar la población de las aulas” y que no es
el “estudiante óptimo el que debe dar la ley sino el estudiante medio.”4.
Esta concepción antielitista de Gerardo
Molina, le dio forma al nosotros de la Universidad Nacional, el cual no puede
estar restringido al pequeño grupo de la comunidad académica, sino que debe
comprender al conjunto de la sociedad colombiana, especialmente a quienes en
ella requieren de una educación superior de calidad.
Para Molina, el carácter público de
la Universidad Nacional consistía en permitir que la sociedad colombiana se
pensara a sí misma para profundizar la democracia, más allá de su dimensión
formal, e intentar reducir las desigualdades desde el campo de la educación
superior y de la educación en general. Para merecer su nombre, nos decía en
1946, “la Universidad debe estar ligada a la vida del país y a sus
preocupaciones” 5.
En consecuencia, no debe responder
solo a la “expectativa de los alumnos que ingresan a ella”, sino volcarse
“sobre la nacionalidad… para corresponder al esfuerzo silencioso de las gentes
que hacen
viable su funcionamiento” 6. Para él,
las reformas universitarias deberían ir de la mano de
las reformas sociales 7.
Esta idea de que la universidad solo
puede pensarse a sí misma, si al mismo tiempo piensa el país del que hace
parte, constituye un llamado para que la comunidad universitaria reflexione
permanentemente sobre su quehacer, muy similar al que hacía Camilo Torres
cuando en 1962 sostenía que era “bastante sintomático que los problemas de la
Universidad Nacional no sean considerados por la sociedad, por las
directivas, los profesores y aún los
mismos estudiantes, sino en los momentos de crisis”, lo cual puede “demostrar
que no hay un interés continuado por lograr una Universidad que
verdaderamente merezca el nombre de
tal”8 .
El vínculo indisoluble entre la
universidad pública y la sociedad, con la mediación del Estado, que tiene la
obligación de financiarla para que cumpla a cabalidad su misión social, llevó a
Molina sostener la tesis de la autonomía relativa, la cual tenía una referencia
histórica en la refundación de la Universidad Nacional de Colombia, cuando
Manuel Ancízar renunció por primera vez en 1870 a la rectoría, porque al tenor
de su carta, sus copartidarios pretendían “imponerle textos de enseñanza que
realicen una intención política, prescindiendo de los resultados científicos;
lo que significa que, de ahora en adelante, la Universidad no será duradera por
su inofensiva bondad intrínseca, sino tan efímera como el imperio de ciertas
ideas extremas, a cuyo servicio no prometí consagrarme cuando acepté el rectorado
con miras i esperanzas infinitamente más elevadas”9 .
No obstante, la autonomía relativa
defendida por Molina implicaba la necesidad de nacionalizar todas las
universidades públicas para evitar las inmensas diferencias regionales que
vemos hoy en día y federalizarlas dentro de una sistema real que permitiera
compartir las actividades y los recursos y evitar la duplicación de los
esfuerzos institucionales10.
Para Molina las sedes de la
Universidad Nacional de Colombia deberían ser ejes públicos de articulación de
la educación superior, incluyendo la técnica y la tecnológica, como en el caso
de la formación de los maestros de obra o los expertos en telecomunicaciones
11.
Frente a las élites académicas,
demócratas en los discursos abstractos y en los artículos de opinión, pero
autoritarias en sus prácticas cotidianas, Gerardo Molina defendía la idea
planteada por Uribe Uribe en 1909 de crear en la Universidad Nacional una
“república de los profesores”, quienes debían constituir una asamblea para
elegir al Rector, declarar la vacancia de este cargo y decidir sobre las
cuestiones graves que afectaran a la institución; mientras “los profesores de
cada facultad, a su turno, elaboraban la terna de la que el Rector escogía al
Decano y designaban la casi totalidad de los miembros del Consejo”12.
Además, Molina le agregaba la
participación activa de los estudiantes y los egresados 13, pues los
consideraba, en primer lugar, ciudadanos e individuos de su pueblo y su tiempo,
que deberían ser formados desde jóvenes en la práctica de la democracia 14.
De acuerdo con su concepción, la
comunidad universitaria de la Nacional no podía hacer caso omiso de la
política, ni tampoco adoptar posiciones unilaterales y partidistas; dentro de
un espíritu pluralista que comprendía los estudios proscritos en forma totalmente
equivocada como inútiles, al lado de las denominadas ciencias duras y las
naturales 15, estaba llamada a “plantear dentro de los claustros todos los
tópicos de interés ciudadano, en un tono científico, a fin de orientar la
opinión”16.
Particularmente en un país en donde,
independientemente de la intención de los actores, la violencia sigue
sirviendo, sin que encontremos sus límites éticos, para la acumulación original
iterada del capital, como un instrumento de diferentes actores políticos, dentro
de la ambivalencia de los órdenes
sociales y políticos: locales,
nacionales y globales.
La agudeza del pensamiento del
Maestro Gerardo Molina quedó clara cuando en 1990, al recibir el Doctorado
Honoris Causa de la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, afirmó
con certeza que entre 1935 y 1948 “se hizo una de las pocas revoluciones de
este siglo, al abrir las puertas de la universidad a la mujer. Hasta entonces
regía en todas ellas el principio implantado por Fray Cristóbal de Torres al
fundar el Colegio del Rosario en la colonia: queda prohibido que las mujeres
pisen estos claustros”17.
No obstante, se trata de una
revolución inacabada. En 1939, las mujeres conformaban solo el 6.7% de los
estudiantes de la Universidad Nacional, eran 307 frente 4.663 hombres 18. Este
porcentaje había subido al 35.10 % cuando habló Molina 19; sin embargo,
posteriormente hemos avanzado muy poco con respecto al potencial de la
población colombiana 20. En 2017 llegamos a un 36.89% de participación femenina
en el total de las matrículas (19.978 mujeres en relación con 34.002 hombres)
21. Entre los docentes de planta la proporción era de 29% de mujeres y 71% de
hombres 22.
Este estancamiento reproduce un
ambiente académico fundamentalmente masculinizado que genera los problemas de
violencia sexual y de género vividos en todas las universidades del país.
Quizás llegó el momento de completar la tarea de los reformadores de los años
30 del siglo pasado y pasar a una política agresiva de acciones afirmativas
claras, tanto en lo relacionado con la matrícula estudiantil, como con la
vinculación de profesores de planta.
Tuve el honor de participar en la
Rectoría del profesor Víctor Manuel Moncayo y de trabajar en un Consejo de Sede
donde la mayoría de las decanas y la representante de los institutos interfacultades
eran mujeres. Consuelo Corredor, Beatriz García, Luz Teresa Gómez de Mantilla,
Lola Cubillos, Luz Amanda Salazar, Carmen Alicia Cardozo, Dolly Montoya, Nohora
Martínez o Irene Esguerra eran un testimonio claro de la revolución proclamada
por Gerardo Molina.
Más cerca, en la Vicerrectoría de la
Sede, las profesoras María Teresa Reguero, Martha Orozco, Emira Garcés, Martha
Nubia Bello y Flor Romero, lo mismo que colaboradoras directas como Carol
Villamil y Bertha Cecilia Andrade me ayudaron a percibir y entender una
universidad que no conocía bien.
Pero fueron especialmente Blanca
Cecilia Nieva y Consuelo Gómez, desde la Secretaría de la Sede y la Secretaría
General respectivamente, quienes me enseñaron lo que significa cuidar una
institución como la Universidad Nacional con inteligencia, sensibilidad y
firmeza. También el significado preciso de la revolución proclamada por Gerardo
Molina, que no consiste solo en el ingreso de las mujeres a la educación superior,
sino en transformar las relaciones internas para que todas y todos podamos
sentir que pertenecemos plenamente a una comunidad que nos garantiza el
reconocimiento de las diferencias no jerarquizadas.
Pero todavía en mi memoria el cóndor
está triste, solo y encerrado en una jaula. Molina tenía un temor particular
frente al colonialismo cultural, hasta el punto de afirmar que “hoy como en los
tiempos de Bacon, saber es poder con el aditamento que tienen más valor los
conocimientos adquiridos en el interior de cada sociedad que los traídos de
fuera” 23.
En un mundo donde el conocimiento
está cada vez más integrado al universo de las cosas y las mercancías y donde
nos hemos convertido en simples operadores de las máquinas físicas, virtuales y
sociales, en virtud del capitalismo cognitivo, el llamado al pensamiento
crítico y propio es urgente.
El productivismo académico,
representado en la cuantificación delirante de lo que escribimos, publicamos y
hacemos nos está haciendo perder la calma que necesitamos para pensar y evitar
refundirnos en el mar de informaciones falsas y verosímiles que circulan por
las redes.
La transmisión de conocimientos ha
dejado de tener sentido, si alguna vez lo tuvo, y los estudiantes requieren con
urgencia que los orientemos críticamente en sus procesos de autoaprendizaje,
dentro de un universo comunicativo donde las brújulas se han refundido.
Estamos invitados a ser más
lazarillos intelectuales, personas que acompañan a otras en la búsqueda de su
camino, aunque el término pueda ofender nuestra autoestima, que académicos
iluminados por nuestros estatutos de verdad.
El sentido crítico debe servir para
guiar la comprensión y transformación de la sociedad y de la relación social
con la naturaleza, en diálogo permanente con los saberes no académicos, como
bien lo comprendieron Fals Borda y Luis Eduardo Mora Osejo en sus dos
manifiestos por la ciencia colombiana de 200124 y 2004. 25. No debemos
embalsamar al cóndor para exhibirlo en un museo, sino dejarlo volar por nuestra
imaginación y nuestro intelecto.
El profesor Víctor Manuel Moncayo
afirmó en uno de sus escritos que “lo que hoy representa y significa la
Universidad Nacional de Colombia no ha sido la obra de gobiernos ni de
rectores, ni de persona alguna en particular, sino una construcción colectiva
de la sociedad colombiana y de quienes, desde distintas inserciones y en
diferentes momentos, hemos integrado la comunidad que ella congrega y que la
constituye”26.
Hoy, en nombre de Mirian, mi
compañera, Gabriela, mi hija, y en el mío propio, les agradezco por permitirnos
gozar y sufrir, con pasiones tristes y alegres, ese ser colectivo que es la
Universidad Nacional de Colombia.
Leopoldo Múnera Ruiz
Bogotá, 19 de septiembre de 2019.
1. Gerardo Molina, “La nueva
Universidad (1937)”. En: Gerardo Molina y la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2001, pp. 91-95 (p. 92).
23. Gerardo Molina, “La Universidad
Nacional de Colombia. Hoy y mañana (1985)”, Op. Cit., p. 182.
24. LuisEduardo Mora Osejo y Orlando
Fals Borda, “Manifiesto por la autoestima de la ciencia colombiana”. En:
Revista de la Academia Colombiana de Ciencias, Vol. XXV, Nº 94, 2001, pp.
137-142.
25. LuisEduardo Mora Osejo y Orlando
Fals Borda, « La superación del Eurocentrismo ». En: Polis 7 [En línea], 2004,
consultado el 13 de mayo de 2016. URL : http://polis.revues.org/6210.
26. Víctor Manuel Moncayo,
Universidad Nacional de Colombia. Espacio crítico. Reflexiones acerca de una gestión
rectoral.Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2005, p. 91.